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Imelda Marcos: «Ahora tengo más zapatos que antes»

Entrevistamos a Imelda Marcos, polémica ex primera dama de Filipinas, semanas antes de que se celebren nuevas elecciones en su país

El apartamento de Imelda Romuáldez Marcos es un museo sobre ImeldaRomuáldez Marcos. Las paredes, las mesas y las sillas acumulan fotografías, retratos, posados, esculturas, bordados y estatuillas dedicados a sí misma. Imelda con Fidel Castro, Imelda con Ronald Reagan, Imelda con Mao Zedong, Imelda con Sadam Hussein, Imelda con Gadafi, Imelda de joven, Imelda de espaldas, Imelda de perfil... Imelda Marcos regala a sus invitados una corbata marca Imelda y un vino peleón de las bodegas Imelda, en una botella de vidrio ilustrada con una acuarela en la que posa sonriente y 50 años más joven.

Imelda sospecha que el mundo se está olvidando de ella, a pesar de haber sido uno de los personajes más célebres del siglo XX. A sus 80 años, trata de desplegar los encantos que cautivaron a diplomáticos y periodistas de todo el mundo. Pero su brillo ha desaparecido para siempre y la puesta en escena chirría como una joya oxidada. La videoteca demuestra que no siempre fue así: su altura, su elegancia y su delicado exotismo marcaron el contrapunto perfecto a la dureza deldictador Ferdinand Marcos. La fama de la «mariposa de hierro» creció hasta acabar eclipsando a su propio marido, especialmente en el extranjero. Precisamente ella, la muchacha de provincias cuyo único gran mérito fue ganar un concurso de belleza local, que al parecer estuvo amañado. Meses después, un abogado que se preparaba para triunfar en política se fijó en ella. «Cuando entramos al palacio presidencial, Marcos me dijo que él construiría una casa para los filipinos y que yo tenía que convertirla en un hogar», recuerda hoy Imelda, explicando su matrimonio a partir del mito genealógico filipino: «Malakas (masculino) y Maganda (femenino), la fuerza y la belleza que han de guiar al pueblo. Un gran romance», dice.

Además de una historia de amor, el matrimonio Marcos compartió lo que la organización Transparencia Internacional considera el segundo gobierno más corrupto de toda la historia moderna, sólo por detrás de lo que hizo en Indonesia un contemporáneo suyo, el general Suharto.

Imelda insiste en que quiere pasar a la historia como la «madre de Filipinas» o la «madre del espíritu naciente», pero en lo que se ha convertido es en un icono universal de la frivolidad, la extravagancia y el derroche. La única anécdota mundialmente conocida de su compleja personalidad es su afición desmedida por los zapatos. Los manifestantes que tomaron al asalto su palacio encontraron tres mil pares de tacones en un armario. «Me robaron, pero ahora tengo muchos más de tres mil zapatos. Aquello fue mi mejor defensa, porque en mi armario no encontraron cadáveres, sino zapatos preciosos. Y eso es un motivo de orgullo. Me he convertido en el sinónimo de los zapatos, incluso unos almacenes de Nueva York se anuncian diciendo que hay una pequeña Imelda en todos nosotros».

Por encima de sus otros excesos, Imelda justifica su pasión por la belleza: «He intentado ser lo más bella que he podido. Hay que ser una flor antes de dar frutos. Es de sentido común. Además, las flores no se pelean, ni causan guerras». La gran señora admite que no sólo aspira a ser bella, sino a rodearse de belleza. Así justifica las innumerables obras maestras de arte europeo (Velázquez, Canaletto, Goya, Picasso...) en las que gastó los impuestos de un país tercermundista, la impactante colección privada de joyas con la que intentó abandonar el país cuando salió al exilio o su interminable catálogo de vestidos: «No hay nada por encima de la belleza, todos tenemos la obligación de perseguir la belleza».
-¿Pero no hace falta tener el resto de necesidades muy cubiertas para preocuparse tanto por la belleza?
-No. Aunque seas muy pobre hay que aspirar a la belleza, no hay nada que te lo impida. Cuando era primera dama iba a las zonas rurales y reñía a los campesinos. ¿Cómo podían tener casas tan feas viviendo en un país que es un paraíso? Ellos me decían: «Oh, señora, es que somos muy pobres, sólo tenemos bambú y coco». Y yo, para dar ejemplo, mandé construir un palacio de coco y otro de bambú.
Lo que no dice es que el palacio, ensamblado en un 70 por ciento con cocos y tratado por los mejores ebanistas del país, costó 37 millones de dólares, una fortuna, pero todavía más en 1981. El Papa Juan Pablo II, que debería haberlo inaugurado, se negó a pasar la noche allí en un gesto de rechazo ante la frivolidad de sus anfitriones.
-¿Y las pinturas que siguen colgando en sus paredes? ¿Cómo es que no las expropió el nuevo Gobierno filipino?
-La mayoría de ellas las expropiaron y vendieron diciendo que no eran arte filipino. Qué vergüenza, como si la belleza tuviera patria. Las que ves las recuperé cuando me permitieron volver en 1991 a Manila. Fue vergonzoso, porque las tuvieron que guardar mis criados en sus chabolas, en los suburbios. ¿Se da cuenta del horror? Ellos no tenían protección para las obras de arte, ni techos apropiados. Por eso están tan deterioradas.


Riquezas legítimas
Resulta superfluo interrogar a Imelda sobre los excesos que cometió en el poder junto a su marido, a quien ayudó activamente a gobernar el país, especialmente en la segunda parte del régimen y durante los nueve años de ley marcial. Fue gobernadora de Manila, ministra de Asentamientos Humanos y embajadora plenipotenciaria, llegando a controlar más de la mitad del presupuesto anual del Gobierno. El de los crímenes que se le imputan es un interrogatorio que ha respondido miles de veces y para el cual tiene un guión aprendido: «Mi marido no creía en la democracia, ni en las decisiones populares. No todo lo que es popular es bueno y no todo lo que es bueno es popular», insiste. Por otro lado, sobran las preguntas comprometidas: la «gran señora» entiende que lo público es privado, literalmente. Y, sin pudor, considera legítimamente suyas todas las riquezas adquiridas durante sus dos décadas de Gobierno. «Mi marido me decía que él sabía cómo ganar dinero y yo cómo gastarlo, porque yo adquiría cosas bellas, que son cosas eternas».


En el pasillo saludamos a un monje tailandés ataviado con la clásica túnica naranja. Entre sillones bordados con oro y terciopelos verdes, él devuelve la sonrisa y nos dedica un «wai», con las palmas unidas. Imelda le ha reservado su penúltima audiencia del día y no es anecdótico. Ella se siente una persona «espiritual», se declara «una gran creyente católica» y se entretiene con todo tipo de misticismos, aunque su forma de entender la vida es de lo más mundana: «Para gobernar tienes que entretener a la gente. Fiestas, béisbol, conciertos. Me dicen que soy frívola, pero no es verdad; lo que pasa es que sé que hay que entretener a la gente para que no haga cosas malas». Hablar abiertamente de este tipo de cosas en un país donde, aún hoy, la mitad de la población vive con menos de dos dólares al día, le ha costado a Imelda muchos disgustos. El último: aparecer retratada como una de las 11 celebridades más codiciosas de la historia, junto al conquistador mongol Gengis Khan, entre otros. La lista saltó a la portada en un número de la revista estadounidense «Newsweek» de la primavera pasada. Al recordarlo, y para demostrar su inocencia ante una acusación que le indigna, Imelda hace sonar el timbre que mantiene pegado al dedo. Acto seguido, entran dos criados con dos «collages» enmarcados de casi dos metros de ancho cada uno. En el primero aparece Imelda en el centro y decenas de líderes mundiales orbitando a su alrededor. «Es la imagen de todas las reuniones que tuve por todo el mundo para promover la paz», explica, y añade que «el principio del fin de la Guerra Fría» lo protagonizó ella, junto a Mao Zedong. El momento exacto, dice, fue cuando el líder chino besó su mano, un instante inmortalizado en varias fotografías repartidas por la casa y en un enorme cuadro que cuelga en el salón. «Yo no era comunista y representaba a la hermana pequeña de América, pero Mao me empezó a respetar cinco minutos después de conocerme, porque él entendió que yo también le respetaba y así empezó el fin de la Guerra Fría. La clave es el respeto».


Hamburguesas y churros
En el segundo «collage», el protagonista es nada menos que Gengis Khan sobre un mapa donde se muestran las fronteras de su imperio en pleno esplendor. «¿Se da cuenta?», interroga satisfecha sin añadir nada más. Y es que, en los mundos de Imelda, el simple contraste entre lo que ella considera una brillante carrera diplomática y la expansión violenta del conquistador mongol es argumento suficiente para dejar a «Newsweek» en evidencia. «De todos modos, si de lo que se me acusa es de tener una codicia infinita con la belleza, entonces yo me declaro culpable», declama teatralmente, alzando la mano. El timbre suena por segunda vez, pero no será la última. A lo largo de las tres horas y pico de entrevista, la ex primera dama reclama a sus criados constantemente. Riiing, riiiing. Los sirvientes traen agua y coca-cola varias veces, además de una merienda a base de chocolate con churros y hamburguesas con patatas fritas, que ella ni siquiera mira. Riing, riiing. Ordena subir el aire acondicionado, bajarlo, quitarlo, correr las cortinas, descorrerlas nuevamente... Riiing, riiing. Junto a la comida van apareciendo objetos y libros que enriquecen e ilustran sus explicaciones. A mitad del encuentro se instala un proyector informático en el medio de la sala y van pasando imágenes que apoyan una serie de teorías místicas y seudocientíficas que ya dejó escritas en un libro, «El círculo de la vida», en el que mezcla filosofía, religión, geografía, política e incluso varias referencias a «Pacman», el comecocos: ese videojuego de los años 80 que consistía en engullir bolitas en un laberinto a oscuras. Todas las presentaciones acaban con conclusiones parecidas a ésta: «Si reciclamos toda la basura que un hombre produce, podemos hacer un mundo nuevo unidos y llevar el paraíso al infinito».

En Filipinas muchos añoran sus discursos bañados en lágrimas y sus paseos por los barrios chabolistas. Sin duda, la ex primera dama es hoy una figura popular, con la que mucha gente quiere hacerse fotos y a quien casi nadie niega una sonrisa. «Resulta divertido, pero están obsesionados conmigo. Antes sólo me querían, ahora me he convertido en un ídolo. A veces me da vergüenza», dice, aparentando sonrojo. Su candidatura congresista por la región de Ilocos Norte (el histórico bastión marquista) podría devolverla al Parlamento este mismo año. «Mi intención, si gano, es ponerlo todo junto, mezclar las religiones, culturas, naturalezas e ideologías y crear con ello una gran familia. Filipinas es un país que necesita una madre». Hablando de necesidades maternas, su hijo Bong Bong, con quien según se dice mantiene una relación tensa, es un político consagrado y su partido podría llegar a formar gobierno en coalición. En un país donde las mismas familias llevan décadas repartiéndose la riqueza, hace falta mucho más que una revolución pacífica para sacar a los Marcos de escena.

De lo que vivió después de la noche de febrero de 1986, cuando el matrimonio tuvo que ser evacuado de palacio en un helicóptero de la Marina estadounidense para evitar que los linchasen, la parte de la que más le gusta hablar a Imelda es lo que ella llama «el juicio del siglo». En 1990, meses después de la muerte de su marido y tras cuatro años de exilio dorado en Hawai, un tribunal de Nueva York juzgó la procedencia de los 35.000 millones de dólares amasados en sus años en el poder y repartidos por todos los paraísos fiscales del globo. La millonaria tabacalera Doris Duke y la estrella de Hollywood George Hamilton se ofrecieron a apoyar a Imelda tanto económica como moralmente: «Cierto, aunque los primeros que quisieron pagar mi fianza fueron Gadafi (el dictador libio) y Sadam Hussein, dos hombres estupendos. Cuando ejecutaron a Sadam me sentí muy triste. Yo lo conocí bajo otro prisma y sé que era un gran hombre».


El juicio del siglo
Antes de salir a la terraza para mostrar las vistas que cubre este rascacielos del distrito financiero de Manila, Imelda desaparece durante más de quince minutos, sin previo aviso. Reaparece con un nuevo vestido y con pendientes distintos, da un corto paseo al aire libre y nos conduce en ascensor a una sala superior. En este segundo piso del ático se despliega un nuevo museo, mucho más espectacular que el primero. Se trata de un archivo con las decenas de miles de documentos utilizados por su defensa durante «el juicio del siglo».
-¿Cómo vivió aquel momento?
-Lo pasé mal, incluso tosí sangre durante el proceso. No quisehospitalizarme, sabía que aguantaría todo. Deseaba la venganza más que la vida. Al final fui absuelta y entendí que, a pesar de lo que nos habían hecho, existe la justicia en aquel país. Dios bendiga América. Me absolvieron el día de mi cumpleaños, fue justicia divina. Y es curioso, porque el cumpleaños de Marcos fue el 11 de septiembre.
-¿Por qué lo dice? ¿Por los atentados contra las Torres Gemelas?
-Sí, no sé.
- ¿Cree que hay alguna relación, que es una venganza por lo que lehizo EE UU a su marido, retirándole el apoyo en el último momento tras años de colaboración?
-No sé, es una coincidencia increíble. Tiene que venir del cielo. Da mucho miedo, algo como una venganza, algún tipo de karma. Ya sabe, lo que se hace por un lado, te lo devuelven por el otro.

Imelda Marcos Romuáldez se despide educadamente, cambiando al español, idioma que chapurrea. Tiene que tomar un avión y se le ha echado el tiempo encima. Mientras desaparece por el pasillo, uno de sus asistentes nos acompaña hasta el ascensor. En el rellano, más cuadros y una colección de muñecas «Imelda» hechas con hojas de palma y bambú. Una frase se viene a la cabeza durante el largo viaje de vuelta al primer piso, de vuelta a la tierra. «Soy lo suficientemente modesta para saber cuáles son mis limitaciones», dijo en algún momento de la entrevista. ¿Lo es?


2.500 cartas diarias
Imelda Remedios Visitación Romuáldez Trinidad es el verdadero nombre de la mujer más famosa en la historia de Filipinas. Nacida en 1929 en el seno de una familia acomodada de ascendencia española, fue educada en los mejores colegios del país hasta que, en 1950, se alzó con la corona de «Miss Manila». En 1954, tras sólo once días de noviazgo, Imelda se casó con el político Ferdinand Marcos, quien creía que una esposa bella y educada le serviría para alcanzar el poder. Y así fue. Durante sus años como presidente de Filipinas, Ferdinand ofreció a su esposa varios puestos de responsabilidad en el Gobierno, hasta el punto de que Imelda llegó a ser ministra de Asentamientos Urbanos. Entre su programa político destaca la famosa Revolución Verde, una campaña nacional para el embellecimiento del país. Pronto se comenzó a ver en ella un desmedido afán por enriquecerse y ser popular, ya que concedía centenares de entrevistas cada semana, disponía de un batallón de secretarias para que respondieran a las más de 2.500 cartas diarias que recibía y era capaz de cambiarse 8 veces de vestido –y de zapatos– en una misma jornada.

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