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Ana María Matute «No van a darme el Cervantes, aunque me encantaría» entrevista

«No van a darme el Cervantes, aunque me encantaría»
Es la favorita, junto a Caballero Bonald, para ganar el Cervantes este miércoles. «No voy a hacerme ilusiones. ¡Son tantos años!», afirma la autora, que ha reunido sus cuentos en «La puerta de la luna»



Hace cinco años visitábamos a Ana María Matute. Estaba a punto de cumplir los 80 y andaba enfrascada en su novela «Paraíso clausurado», cuya versión alemana se presenta dentro de poco en Hamburgo: «No sé si podré ir porque no hay vuelo directo y eso, a mi edad, es un fastidio», nos comenta. En la sala de estar, montones de libros pendientes de ubicación, y en la mesa de centro una bonita edición del «Viaje en autobús» de Josep Pla.
A la señora Matute la empezamos a leer en los años de Bachillerato junto con «El Jarama» de Sánchez Ferlosio. Era de la generación del 55, el último capítulo del manual de literatura en el Plan del 66. «Los niños tontos» o «Pequeño teatro» componen la memoria de los días escolares. Al citarlos, la Matute sonríe: «¡Oh! El “Pequeño teatro!”… ¡Si es el peor libro que he escrito en mi vida! Lo escribí con 17 años y se nota». Y, con sonrisa cómplice, añade un matiz: «¡Hombre! Para haberlo escrito a tan temprana edad… Chapeau». Nos quitamos el sombrero ante esta dama de las Letras, asidua de los crucigramas y las entrevistas por la tarde.
—Supongamos que le han concedido el premio Cervantes de Literatura. Primeras palabras.
—No me lo van a dar, aunque me encantaría… No voy a hacerme ilusiones. ¡Son tantos años!, pero no creo que me lo den. Mira hijo, yo qué sé.
—El primer premio que ganó estaba dotado con… una peseta.
—Era para la gente que empezaba. Me lo dieron en la tertulia del café Turia de Barcelona por un cuento titulado «No hacer nada».
—Destino ha reeditado sus cuentos en «La puerta de la luna». Casi novecientas páginas y unas fotos en las que está usted muy guapa. ¿Cómo ha envejecido la Matute?
—La Matute no ha cambiado. Más bien ha evolucionado. Una vez cumplidos los 16 años es difícil que tu personalidad cambie. Son las experiencias —buenas o malas— las que te hacen evolucionar. He conocido mucha gente y, sobre todo, he podido viajar. Los de mi generación no podíamos salir tan fácilmente de España y de joven yo me moría por ver París o Londres.
—Su primer cuento, «El chico de al lado», aparece en 1947 en la revista Destino…
—Tenía quince años. A mi padre le hizo mucha ilusión. Cuando publiqué mi segundo cuento, «Sombras», se equivocaron con la firma y pusieron Juan María Matute: la errata le sentó a mi padre como un tiro. Era plena posguerra: aunque socialmente eran tiempos difíciles, para mí significaron realizar mi vocación de escritora. Ignacio Agustí y Josep Vergés, que eran los propietarios de la revista y la editorial Destino, se portaron muy bien y publicaron mis novelas y cuentos.
—¿Había antecedentes familiares en el terreno literario?
—Mi padre tenía una fábrica de paraguas, pero en casa se leía mucho. Disponíamos de una pequeña biblioteca y compartíamos inquietudes lectoras. Mi padre, incluso, empezó a escribir un dietario pero al final lo dejó y mi madre no se iba a dormir sin leer un rato. Mis hermanos y yo mantuvimos esos hábitos: siempre pedíamos libros para Reyes o por nuestro cumpleaños.
—Eso explica su precocidad como escritora…
—Muchas veces me han preguntado cómo era posible que con 17 años, cuando escribí «Pequeño teatro», profundizara en los sentimientos humanos. La respuesta es obvia: ¡Porque había leído mucho! Recuerdo esa película, «Farenheit 451», cuando alguien memoriza «David Copperfield» y recupera sensaciones que creía perdidas. A mí me pasaba lo mismo: podía describir sentimientos porque era lectora.
—En los años cincuenta publicó sus cuentos en la revista «Garbo». Fueron tiempos complicados.
—Estaba casada, tenía un hijo pequeño y escribía para subsistir. ¡Un cuento a la semana! Mi hijo y yo comimos muchas veces gracias a esos trabajos.
—En una entrevista de 1954 que le hizo el periodista Manuel del Arco afirmaba usted que su marido, Ramón Eugenio de Goicoechea, escribía mejor y era su crítico más exigente. El amor es ciego, ¿no?
—¡Y tan ciego! Me había casado muy enamorada y aquel año acababa de nacer mi hijo. Él era un escritor «oral» que me apartó de mi familia.
—¿La escritura, también, como refugio de insatisfacciones vitales?
—Es lo que más me importa en el mundo, después de los seres queridos. Incluso cuando debía escribir por pura supervivencia. Aun entonces lo hacía porque me salía de muy adentro. Cuando eres escritor la inspiración está en todas partes: en una frase inacabada, en una sonrisa y en un perro que sale corriendo.
—En sus relatos convive el lirismo con el realismo más cruel. ¿Tiene qué ver su experiencia de la Guerra Civil?
—Parece insólito, pero la lírica y la crueldad cohabitan. Al principio de mi obra pesó mucho el recuerdo del 36. Cumplí 11 años el 26 de julio de aquel año, en plena revolución. A mi padre no lo mataron, pero le colectivizaron la fábrica y pasó de ser el amo a un empleado más: era el sistema comunista. En casa escondimos a un fraile y una monja. Recuerdo con nitidez el miedo del pobre fraile que vino huyendo de una iglesia que habían quemado. Hicimos una visita con mi padre al templo y pisábamos cabecitas del niño Jesús hechas añicos. Después de todo eso, no soy ni de derechas ni de izquierdas: soy la Matute.
—«El cuento llega y se marcha por la noche llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños…» Estas bellas palabras son suyas. ¿Cuál es su método para contar historias, según sea cuento o novela?
—Hay una diferencia formal. Hay temas que los ves más en forma de cuento que en novela. Para mí, el cuento es lo más parecido a la poesía en prosa.
—¿Qué ha sabido ver usted en los adolescentes que no hayan visto otros escritores?
—Un mundo de náufragos, inestable y difícil. Todavía no eres adulto y vas dejando de ser niño. Puede ser dramático y lo superas según la gente que te rodee.
—Y los niños de ahora, recargados de tecnología, ¿qué le transmiten?
—Tristeza. Tanta tecnología no supone una mejor educación. En la escuela les privan de conocer la Historia: si no saben ni quién fue Franco… todavía menos Felipe II. Unos amigos de la familia van a dejar la docencia ante la ignorancia de sus alumnos. ¡Cuando pienso en mi época, que no me dejaban ir a la Universidad!
—¿Con qué escritores de su generación congenió más?
—Recuerdo a Juan Goytisolo, cuando me lo encontraba en el tren de Sarrià, hablando de mi primera novela, «Los Abel». Y a Carlos Barral. En aquella época éramos cuatro monos. La censura no te dejaba leer, por ejemplo, «Anna Karénina» si no la tenías en casa en ediciones de antes de la guerra.
—¿Y Carmen Laforet?
—Parece mentira, pero es la única escritora de esa época que no he conocido personalmente. Conversamos un par de veces por teléfono cuando estuve en Estados Unidos.
—¿No le parece que el mundo editorial ha cambiado mucho?
—El marketing domina demasiado. Los editores de antes eran, o por lo menos lo parecían, más literarios.
—¿Y de los críticos qué nos dice?
—Nunca me he quejado de lo que escribían sobre mí, aunque no tuviera mucho que ver con mi obra. Me etiquetaron como «la de los niños». Publiqué seis libros para niños y se acabó. Pero ellos siguieron uniendo Ana María Matute… ¡y los niños!
—Pasó muchos años sin escribir…
—Exactamente entre «La torre vigía» y «Olvidado Rey Gudú». Sufría una depresión brutal y no escribí una sola línea. Volver a escribir se lo debo a Carmen Balcells. Me «secuestró» como hace ella y hasta que no le puse el final a la novela no me dejó.
—¿Ha visto alguna de sus historias trasladada a imágenes?
—En televisión adaptaron algún cuento como «La rama seca», de «Historias de Artamila», dirigido por Josefina Molina. También se rodó una película, «El polizón de Ulises», que no llegó a las salas de cine.
—¿Cómo lleva la Real Academia?
—Víctor García de la Concha me lo propuso y le pregunté qué había que hacer allí porque… yo soy muy vaga. Aquel año se lo dieron a Ángel González y al año siguiente a la «matutita». Yo nunca he ido a menear el rabo para que me den cosas, que quede claro. Siempre me han llamado.
—¿Y qué le parece que a la Y griega le llamen «ye»?
—Que lo importante es lo que se escribe. La Y griega me gustaba más porque me recordaba cuando estudiaba griego en Bachillerato. Otra cosa que se ha perdido en la educación actual.
—¿Y lo de «todos y todas» hasta llegar a lo de «miembros» y «miembras»?
—A mí todo eso me queda lejos, me importa un pepino.
—Vamos a por el canon Matute. ¿De qué obra está más satisfecha?
—De «Olvidado Rey Gudú», sin duda.
—Escritores contemporáneos predilectos.
—Vila-Matas me encanta y de los extranjeros, Philip Roth o Cormac McCarthy.
—¿La salud bien, gracias?
—A los 85 años fallan los huesos. Y cada mañana doy las gracias por acordarme de lo que hice el día anterior.
SERGI DORIA / BARCELONA

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