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Raúl Barboza: el Buda del chamamé

Para los nacidos en el litoral, el chamamé no es una religión sino un asunto espiritual. El maestro de esta práctica, uno de sus lamas mayores, es Raúl Barboza, un hombre que a los 72 años desparrama su sabiduría por los escenarios del mundo, desde París hasta Puerto Tirol. "El artista debe dar lo que tiene dentro, y entonces yo doy con fervor, pasión y respeto. Yo doy, no espero", dice Barboza, que viene de un raid por los festivales del interior y que se presenta, a partir de pasado mañana, todos los jueves del mes en el Tasso.


En persona, el acordeonista puede ser confundido con un Buda chamamecero, un hombre iluminado de andar pacífico que honra las enseñanzas de sus ancestros guaraníes en el acordeón. "En mi espíritu, soy un hombre musical que nunca estuve siguiendo la corriente que le permite a un músico escalar rápido. Siempre fui un hombre que quiso hacer su propia vida, su propio repertorio, sus propias músicas, ser contemporáneo de mi arte, como lo fue Tránsito Cocomarola en su momento. El fue contemporáneo de su música; él la creo y sigue hasta ahora."

El acordeonista se ve alineado a esa rama de creadores consecuentes con su tiempo, como Ernesto Montiel, Isaco Abitbol, Piazzolla, Salgán, Troilo-Grela y Oscar Alemán. "Los que nacieron después pudieron tomar esas músicas, esos ritmos, esas cosas para seguir ese camino o no. Yo bebí de esa instancia artística porque nací en el 38 y es gente que me ha dejado muchas cosas".

El primer maestro de Raúl Barboza fue su propio padre, un musiquero con el que recorrió caminos y que le compró su primera verdulera. "Mis primeras clases de música fueron con mi papá. Eran clases de un artista que no había pasado por la escuela de la música pero que era un melodista nato." El tiempo y el camino tocando al lado de su padre lo llevaron a descubrir las grandes escuelas de conocimiento. "Montiel, Isaquito y Cocomarola -menciona-. De ellos aprendí cosas y giros de cada uno, y creo saber por qué los sonidos eran diferentes unos de otros. Porque cada uno de ellos llevaba dentro de su espíritu la marca de sus ancestros: Cocomarola (italiano), Isaco (judío sefaradí), Montiel (nacido en la costa de Paso de los Libres, cerquita de Brasil)."

En ese origen y en la diáspora migrante de los correntinos se pueden entender los caminos que llevaron a Barboza a transformarse en el maestro que es hoy. "Yo nací de papá correntino y mamá santafecina, criado en Curuzú Cuatiá y guaraní parlante. Soy un hombre que habría nacido en Corrientes pero como otros provincianos que salieron de su lugar a buscar el trabajo me engendraron guaraní, pero nací en Buenos Aires. Por eso es que naciendo en Buenos Aires pude beber el agua fresca de distintos cántaros y distintas sabidurías. Todo eso pienso que con el tiempo se va asimilando y después uno las pone en una caja que es el cuerpo humano, y eso después pasa a los dedos, y habiendo pasado el período de la imitación uno hace su propio camino, saca su propio lenguaje", relata, como si fuera un ensayo en primera persona sobre su vida.

Lo que hace a Barboza diferente del resto es su búsqueda de no romper con la armonía natural de la vida; su música es sólo un reflejo de ese aprendizaje. Su noble verdad es: "Conozco todas las formas de expresión, de las más burdas a las más agradables. Mi madre me enseñó a utilizar el lenguaje para que no haya dudas cuando me expreso, y entonces elegí utilizar el léxico que no pueda molestar el oído de una mujer o de un niño. Y con la música pasa lo mismo. Dejé de lado cantidad de notas innecesarias para que un buen ramillete de uvas, un racimo de notas concentradas esté en el lugar que corresponde y no en cualquier parte".

Barboza transmite con los gestos, con los silencios, con la media sonrisa, como la imagen de un buda. A veces desgrana un pensamiento filosófico. "Me di cuenta de que en el aprendizaje de nuestro pasaje por esta vida uno pasa por el período de aprender y desaprender. Lo importante y lo que busco es no cometer faltas. Quiero ser una persona que brinda servicio. A través de la música yo hablo, grito, pataleo, lloro, río, tengo sentimientos de amor, de ternura o de rabia."

-¿Qué siente frente a la situación de los pueblos originarios en el Litoral?

-Tengo mucho contacto con las comunidades aborígenes, y sin ser un hombre nacido en un asentamiento aborigen sé que ellos son mis ancestros, los primeros, y pertenezco a esa gente, a esos hombres y mujeres, en espíritu. Los quiero mucho y me duele profundamente la no consideración a sus conocimientos, al respeto que el aborigen tiene por la vida toda, no sólo la naturaleza, sino desde el más pequeño ser vivo, como una hormiguita al ave que vuela más alto, a los ríos, al monte, al aire que no se ve pero que se siente. El aborigen ha hecho culto a todo eso y hasta hoy lo sigue haciendo.

Para Barboza, ésa es su más grande enseñanza para la música, para los escenarios, para la vida. La búsqueda incesante. "Hago culto del respeto por la vida en todas sus manifestaciones. Y no es una cuestión de religión, sino de respeto a lo que me creó. Luego, cada ser humano puede adoptar seguir un camino de una religión o ser agnóstico, o en vez de ser un creyente convertirse en un dudante . Yo creo que soy un dudante que cree muchas cosas. Busco, busco, busco..."

El hombre con más de treinta discos editados que vivió los años dorados del género junto a maestros como Ariel Ramírez, que fue el primero en llevar el chamamé hasta Japón y que se subió a escenarios junto a artistas como Cesaria Evora, está muy lejos del reposo. Pero tampoco tiene apuro. Como en su música y a la manera de un narrador de los cuentos de la selva, es quien mejor define al hombre del Litoral y su entorno.

"Cada lugar te dicta un comportamiento, y el hombre del Litoral vive en un mundo selvático, lleno de espíritus. Tiene muchas cosas a la mano. Levanta una mano y tiene una fruta, mira a un costado y pasa un colibrí y si agudiza el oído va a escuchar cerca del río el glub glub de un dorado, o si está en el medio del monte en silencio puede tener la impresión de estar cerca de un yaguareté. Por eso emite ese grito diafragmático (el sapucai), que no es grito por gritar, es toda la expresión de su yo naciendo." (La Nación)

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