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Los reyes, prisioneros de sus palacios

La rutina de un monarca moderno no es envidiable
Ser rey no es tarea fácil. Puede que suenen divertidos sus lujosos palacios y otras pompas, pero ser rey, y al mismo tiempo un jefe de Estado que puede "reinar pero no gobernar", es algo que resulta de lo más difícil. Incomprensible en una república como la nuestra.


Fuera del esplendor que suelen desplegar, la rutina diaria de un monarca moderno no es envidiable: entrevistas con presidentes, ministros, embajadores, políticos, sindicalistas, y legisladores de todos los partidos políticos. Y si a esto le sumamos que no pueden emitir opinión alguna, resulta un trabajo de lo más complicado.

Países como Gran Bretaña, España, Holanda, Bélgica, o Suecia, son Monarquías Constitucionales Parlamentarias. Es decir, naciones con un rey cuyo poder está delimitado por una Constitución y un Parlamento.

La Constitución pone punto final a la influencia del rey en la vida política nacional. Le permite informarse, asesorar a los gobiernos y entablar puentes de comunicación entre distintas facciones, y en todos los casos le concede el papel de unificador de la sociedad. Para ello no pueden identificarse con ningún régimen o partido político, u opinar sobre tal o cual tema de interés nacional. Al menos en teoría.

La opinión de un monarca

El querer anteponer su opinión personal por sobre los intereses nacionales le trajo problemas serios al Rey Balduino de Bélgica, en 1990. Esa vez, renunció al trono durante 36 horas aduciendo “objeción de conciencia”: no quería estampar su firma en la Ley de despenalización del aborto. Pero su firma era necesaria, constitucionalmente, para que una ley sea ley.

“¿Es lógico que sea yo el único ciudadano belga obligado a actuar contra su conciencia en un aspecto tan esencial? ¿Acaso la libertad de conciencia vale para todos, salvo para el Rey?”, se quejó. Varios partidos políticos protestaron porque, defendiendo su postura, Balduino no fue capaz de cumplir el papel que le correspondía.

En Dinamarca, el evento televisivo más visto del año es el discurso que la reina Margarita II da en Navidad. Ella misma elabora el discurso, en el que no deja de hablar de política social, de medio ambiente, de discriminación y problemas éticos de la sociedad danesa.



En todas sus declaraciones queda muy claro que Margarita II no es una mujer que se queda callada en sus tratos con el Gobierno danés, y poco a poco fue incorporando en sus discursos un marcado sentido político.



Contra las quejas de politización de sus discursos, la reina declaró una vez en una entrevista: “Si un jefe de Estado que firmó la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU no puede hablar sobre un tema específico, ¿cuál ha sido el sentido de esta firma?”.



Influencia limitada y experiencia ilimitada

Si bien la opinión del monarca no tiene validez alguna, en teoría, hay casos en que su postura es esencial para mantener la estabilidad nacional, y su influencia es totalmente innegable.

El actual rey Alberto II de Bélgica, por ejemplo, cumple un papel clave como símbolo de la unión nacional en un país dividido en dos comunidades con fuertes divergencias culturales y religiosas (flamencos y valones). La función real es mediar, y opinar sobre tal o cual partido o candidato puede acarrear una crisis nacional, e incluso el final de Bélgica como nación.

La experiencia también tiene importancia a la hora de ejercer influencia. Isabel II de Inglaterra, por ejemplo, celebra semanalmente una reunión privada con el primer ministro desde hace 59 años: desde el gran estadista Winston Churchil hasta el actual, incluidos Margaret Tatcher y Tony Blair.

Esas sesiones le dieron una experiencia y un conocimiento políticos sin precedentes: es la única persona en el país que conoce absolutamente todos los secretos de Estado de las últimas seis décadas, tanto en el plano político como diplomático.

Isabel II además tiene en su haber más de 250 viajes oficiales a 130 países, se reunió con presidentes de todo el mundo, y fue testigo del fin del Imperio Británico, de guerras y conflictos post-coloniales, y del derrumbe de la URSS. Su visión de tal o cual asunto, por lo tanto, puede llegar a tener una importancia tremenda.

Como reina, puede hacer muchas cosas, como declarar la guerra, y no puede ser arrestada, enjuiciada ni encarcelada. Puede incluso disolver el Parlamento para deshacerse de un primer ministro que le desagrade, pero esto podría ocasionar una crisis política impensable, incluso con solo intentarlo.

¿Cuál es entonces su función? El himno nacional inglés tiene una letra muy pomposa y anticuada, pero contiene una frase que resume el contrato social entre el monarca y el pueblo británico: "Que defienda nuestras leyes y que nos dé siempre motivos para cantar de todo corazón: Dios salve a la reina".

La reina, un jefe apolítico

En Holanda, después de tres décadas como jefa de Estado, la Reina Beatriz tiene más experiencia que cualquier político holandés, lo que le da ciertas ventajas en discusiones con ministros y legisladores.

Aunque “demuestra que es posible estar por encima de las discusiones políticas”, como admite el ex primer ministro Jan P. Balkenende, los políticos comparan su visita a la reina como “un examen”, y su influencia informal supera la oficial, razón por la cual se le llega, incluso, a temer.

Beatriz no es una persona que se guarde su opinión fácilmente, ni sobre política, ni sobre Derechos Humanos o cooperación europea. Sus comentarios le valieron muchas críticas en reiteradas oportunidades, y aunque se les pide a sus visitantes extrema confidencialidad, en 1999 algunos parlamentarios revelaron que la reina era partidaria del uso del spray pimienta, que estaba sorprendida por el excedente de cárceles, y que se oponía a la elección de alcaldes.

Muchas personas (gremialistas, parlamentarios, ministros, militares) conversan con la reina, pero ese diálogo es de índole confidencial y en él la monarca vuelca sus opiniones sobre los más variados, importantes y polémicos temas.

La relación entre la Casa de Orange y la democracia debe ser clara, y si se llegara a descubrir que algún heredero no defiende los principios democráticos, se lo retira inmediatamente de la sucesión al trono, como estipula la Constitución.

El rey dios y el rey prisionero

En Tailandia, país que funciona con una Monarquía Constitucional al estilo europeo, el Rey Bhumibol Adulyadej es la persona más poderosa del país. En las calles abundan sus retratos y en las salas de cine siempre se emite un breve documental sobre su vida.



Quien hable mal del rey comete un delito gravísimo, y puede pasar hasta 15 años en la cárcel. Pese a su edad y su delicado estado de salud, Bhumibol, reverenciado como un dios, continúa siendo el hombre con mayor poder e influencia del país, como quedó demostrado en todas las crisis que el reino tailandés vivió en sus 65 años de reinado.


En la vecina Camboya las cosas no son muy distintas, pero la influencia del rey no es la misma. El Rey Norodom Sihamoni -apodado despectivamente "el rey títere"- vive rodeado de perros guardianes del gobierno, bajo la supervisión estricta del primer ministro Hun sen, un político astuto e implacable que extiende su control hasta en el mismísimo Palacio Real.

Sihamoni es un hombre amable, un símbolo importante para Camboya, pero no tiene poder. Los políticos se inclinan ante él, pero a sus espaldas nadie lo respeta, y muchos afirman que Hun Sen es el verdadero rey de Camboya. Según expertos en política, el rey es un verdadero prisionero en su propio palacio.
Akihito, emperador de Japón, es un emperador sin imperio ni poder alguno. La quien la tradición marca nadie lo puede llamar por su nombre sino hasta una vez que ha muerto, y que lo puede mirar directamente a los ojos. El papel de Akihito es el de mantenerse en el elevado ámbito de la moral, lejos de la política.

Su rol es estrictamente simbólico, y tiene expresamente prohibido entrometerse u opinar en asuntos políticos. Así lo explica un profesor universitario de cultura japonesa: “Lo que la gente espera es el emperador que esté por encima de la existencia mundana”.

¿Por qué no te callas?



Aunque su situación constitucional no es diferente de la de sus pares europeos, el rey español Juan Carlos también ejerce una influencia relevante, y no solamente en temas de interés español, sino también en Latinoamérica. Es el único monarca europeo que se plantó ante Jorge Rafael Videla, en los oscuros años de la dictadura argentina, para hablarle con total franqueza de libertades individuales, derechos humanos, democracia y diálogo.



Constitucionalmente, el rey Juan Carlos no debe entrometerse en asuntos partidistas o expresarse públicamente a favor de una u otra facción ideológica, pero sus interlocutores -desde el presidente del Gobierno al líder la oposición, pasando por ministros, legisladores, empresarios o gente de influencia en la sociedad española- tienen seriamente en cuenta las reflexiones del monarca, que pasar a formar parte central en la toma de decisiones.

El estruendoso “¿Por qué no te callas?”, lanzado por el rey Juan Carlos al presidente venezolano Hugo Chávez, pasará a la historia como una señal de que -aunque ocultos tras un velo de misterio palaciego- reyes y reinas de hoy son personas pensantes, influyentes e incomprensiblemente necesarios.

¿Qué utilidad tiene entonces una monarquía en el siglo XXI? Esto nos lo explica Tristan Garel-Jones, ex funcionario de la Corte inglesa: “La política es una profesión muy honorable. Pero los políticos son sectarios, ambiciosos y, durante el tiempo que la democracia les concede, enormemente poderosos. Es muy sano que haya alguien que esté por encima de ellos. Que haya un puesto al que no pueden aspirar. Y que la persona que ostente ese puesto esté al margen de la política”.



(*) especial para Perfil.com.

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